sábado, 2 de julio de 2011

CAPÍTULO IX. ZARAGOZA, EN CLAVE DE RADIO

Excepto en la dulce soledad del locutorio, Paco Ortiz compartió gran parte de su vida profesional con el público, con los oyentes, y con quienes acudían a los grandes espectáculos deportivos, culturales o sociales de la ciudad. Poco después de su llegada a Zaragoza tuvo la oportunidad de estrenarse como reportero radiofónico en el Congreso Mariano Nacional. Era el año 1954 y todos estamentos políticos, religiosos y sociales se volcaron en el evento.


Con el inestimable apoyo de Gustavo Adolfo cubrí el recorrido de Franco por el Paseo de la Independencia, Coso, Calle Alfonso y Plaza del Pilar. Mientras uno comentaba, otro tenía que correr como alma que lleva el diablo para llegar al otro micrófono instalado en la ruta del General. El escenario erigido frente a la Basílica era impresionante: el Gobierno en pleno, las autoridades nacionales y locales arropando a los ministros, embajadores de diferentes países sudamericanos, cardenales y obispos de todas las diócesis españolas, altos cargos militares, bandas de música y coros... parecía un gigantesco teatro en el momento mismo del estreno. Dentro, el Nuncio de Su Santidad y el Arzobispo de Zaragoza, don  Rigoberto Doménech, esperaban al Jefe del Estado para recibirle con los honores dignos de su cargo.
Aquella transmisión fue especialmente difícil, entre otras cosas, por el diferente tratamiento de cada uno de los personajes. Los había eminentísimos, excelentísimos, ilustrísimos y reverendísimos; una mínima equivocación hubiera sido desgraciada para Gustavo o para mí. Además, los grandes silencios entre acto y acto, los cambios en el programa y el nerviosismo propio del caso, nos llevaron hasta el límite del agotamiento.

Según las crónicas de entonces, «se vivieron con un profundo y respetuoso dolor» los funerales y el entierro del gran cantador de jotas José Oto en 1955, un año después. En esta ocasión fue en la plaza de Santa Engracia donde se reunieron miles de entusiastas y admiradores de este aragonés ilustre para darle el último adiós.

Aunque parezca mentira, medio Aragón se dio cita en los alrededores de la parroquia de Santa Engracia y siguió la comitiva hasta el cementerio de Torrero en una impresionante manifestación de duelo. El paso callado de las rondallas, enmudecidas, las ausentes voces de los joteros, dormidas las cuerdas de sus bandurrias y guitarras, hicieron que el silencio mordiese el corazón de los que allí estaban. La voz de quienes contábamos a los oyentes lo que ocurría con respeto y gravedad, también se entrecortó por la emoción y dejó que el mudo ambiente se adueñase del éter.

Ciento cincuenta años después del primer «sitio» de Zaragoza, la ciudad pudo rendir público tributo a uno de sus grandes héroes. Palafox no se rindió, pero falleció de peste durante el asedio y sus restos fueron de un lugar a otro hasta reposar en la capital de España. El regreso del General fue seguido también con veneración por los vecinos, que aprovecharon para echarse a la calle una tarde de otoño de 1958, acto que también fue transmitido por Paco Ortiz.

El cadáver de don José de Palafox fue trasladado desde el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid hasta la Basílica del Pilar, donde quedaron depositados. El arcón con sus restos lo llevaron primero al edificio de la Diputación Provincial, en la plaza de España. Posteriormente fue conducido en un carruaje funerario tirado por caballerías y custodiado por dos filas de fuerzas militares vestidas de gala, hasta el Pilar. Miles de zaragozanos vieron pasar el cortejo fúnebre en completo silencio, mientras la banda interpretaba música solemne. Fue gratificante para mí realizar una transmisión tan llena de datos y curiosidades sin la presión de la censura ni la precipitación a la hora de instalar los micrófonos.

Pero Paco Ortiz también disfrutó de acontecimientos tan serios y al mismo tiempo tan divertidos para narrar. Ahora sería difícil imaginar algo tan peculiar como el siguiente episodio, que podría incitar a la sonrisa a una juventud acostumbrada a casi todo gracias a la televisión. Pero era una costumbre arraigada en la sociedad de la posguerra que los obispos entrasen en la sede de la diócesis a lomos de una mula blanca. Mi padre tuvo la oportunidad de retratar la curiosa tradición que se rompió con la llegada del arzobispo Elías Yanes.

Tanto don Casimiro Morcillo en diciembre de 1956, como don Pedro Cantero en julio de 1964, sintieron el cariño del pueblo zaragozano mientras bendecían a los fieles en la Plaza del Pilar. Durante el relato a nuestros oyentes del paso de los prelados en mula, con una generosa documentación y una larga biografía apoyando nuestros comentarios, ellos soportaban con estoicismo el tránsito. No es nada cómodo el desplazamiento sobre un animal y menos para personas entradas en años con poca costumbre en esos menesteres. Yo era muy joven por entonces y tenía que hacer grandes esfuerzos por no caer en la sutil ironía o incluso tomarme a broma el trotecillo de la mula. Con el paso del tiempo me apena que costumbres como éstas no las conozcan jamás las nuevas generaciones.

Una de las anécdotas que demuestran la espontaneidad de mi padre y el escaso respeto por la autoridad, la protagonizó el día de la primera entrevista que le concedió don Pedro Cantero Cuadrado cuando tomó posesión del arzobispado de Zaragoza. Después de un café bien cargado que rompió el hielo, le advirtió al joven locutor con una pícara sonrisa: “Conste que yo también soy periodista y juzgaré su trabajo”. Él le contestó, sin pensárselo dos veces: “Le aseguro, señor arzobispo, que por mi parte me siento incapacitado para poder enjuiciar su labor eclesiástica”. Y se quedó tan ancho...

Tras esa sencilla muestra de sinceridad la relación que mantuvieron ambos durante muchos años fue de respeto mutuo y admiración por las cualidades pastorales de Cantero. Pero detrás de su capacidad radiofónica, dos buenos amigos, los canónigos Antero Hombría y Juan Antonio Gracia, siempre le allanaron el camino para facilitar su acceso a ésta y otras autoridades religiosas.

La plaza del Pilar es muy diferente en la actualidad a la que conoció Paco Ortiz cuando descendió de su viaje sin retorno en la estación del Norte en 1951. Para unos es más funcional ahora, para otros tenía más sabor antaño... pero casi todos están de acuerdo en que las cuatro torres hacen mucho más monumental la Basílica-Catedral. Y los hay que no saben que las dos más cercanas al río se erigieron hace tan sólo cincuenta años.

La construcción de estas dos torres y su elevación metro a metro fue seguida con especial y periódica asistencia por la prensa y los vecinos de Zaragoza. La inauguración en 1959 de la tercera torre no tuvo gran repercusión y el acto, presidido por don Casimiro Morcillo, fue más bien sencillo. Pero la finalización de la última y más moderna, dos años después, tuvo mayor incidencia en el sentir de los ciudadanos.
Los curiosos se apiñaron en la Plaza observando cómo la bola de metal que culminaba la construcción, se colocaba arriba con gran esfuerzo mecánico. No en vano mide un metro y quince centímetros de radio y va rematada por una cruz también de importantes dimensiones.
Subimos Luis Nápoles y yo por unas empinadas escaleras hasta la mitad de la torre (no nos atrevimos a más), cargados con el pesado magnetofón de hilo y un montón de cables para grabar un reportaje conmemorativo. Casi nos caemos al bajar, pero fue impresionante contemplar Zaragoza desde el cielo y contárselo a los oyentes mientras el cierzo nos despeinaba. Volvíamos, los de la radio, a ser unos privilegiados”.

Los toros no fueron una de las facetas radiofónicas cultivadas por Paco Ortiz, aunque una vez saltara al ruedo en un festejo taurino de beneficencia. Pero estuvo vinculado a ella como locutor durante algún tiempo gracias al programa «Toriles», un espacio escrito y dirigido por Manuel Sáinz, popularmente conocido en el mundo de los toros como «Armando Jarana». Durante una feria taurina del Pilar fue reportero ocasional de toreros, empresarios y ganaderos, siempre bajo la atenta mirada de don Manuel, veterano oficial del ejército durante el día y jefe de emisiones de noche en la radio.

Me convenció de que podría ser una experiencia apasionante y no lo dudé ni un minuto. Tenía muchísimas ganas de hacer cosas y, aunque los toros no eran mi fuerte, me armé de valor y me dispuse a trabajar el callejón.
El programa se emitía a las tres de la tarde, nada más terminar el diario hablado de Radio Nacional de España, y consistía en un anticipo de la corrida de esa tarde y un resumen de la celebrada el día anterior. Su análisis y comentarios se completaban con entrevistas grabadas a los protagonistas de la fiesta.
Solamente le puse una objeción: no habría reportaje si previamente no me entregaba el cuestionario. En este caso no quería ningún tipo de improvisación para que nadie me pusiera la cara colorada. Armando Jarana me dio la oportunidad de ver de cerca y entrevistar a los grandes diestros del momento, los Dominguín, Bienvenida, Curro Romero, El Litri, Aparicio, Ordóñez, Manuel Benítez y el paisano Fermín Murillo, con el que llegué a mantener una buena amistad.

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