lunes, 4 de julio de 2011

CAPÍTULO VII. LOS MAGNETOFONES DE HILO

Hasta principios de los años cincuenta no tuvimos posibilidad de realizar ningún tipo grabaciones, pero tampoco las echábamos de menos porque no conocíamos los magnetofones. Cuando ahora usamos alguno tan pequeño como un paquete de cigarrillos, con una calidad de sonido rayana en la perfección y con una gran autonomía de grabación, pienso con nostalgia la cantidad de cosas que hubiera podido hacer en mis primeros años de radio. Los jóvenes profesionales no pueden llegar a comprender la maravilla que tienen en sus manos, lo sencillo que les resulta recoger testimonios sonoros tan útiles en la precipitada radio del nuevo milenio.

El magnetofón en cuestión pesaba más de veinte kilos y necesitaba una fuente de alimentación eléctrica, porque entonces no existían las baterías tal y como las conocemos actualmente. En consecuencia, el técnico y el locutor tenían que cargar además con cincuenta metros largos de cable para enchufarlo a la corriente. El problema era a veces la humedad, porque los «calambres» les ponían los pelos de punta cuando tomaban en sus manos el metálico micrófono.

Al peso físico del magnetofón había que añadirle el de la preocupación. Teníamos que llevar un carrete vacío del tamaño de una cinta de máquina de escribir y otro carrete donde estaba bobinado el hilo, unos cuatrocientos metros de acero delgadísimo. Las dificultades comenzaban cuando había que buscar el comienzo del hilo y, como sucede con las agujas de coser, introducirlo en un minúsculo agujero. Luego, pasarlo entre tres poleas y engancharlo en el carrete vacío, instalado encima de un motor para que tirase del otro, con hilo de acero. Después de toda esta operación, comenzábamos a grabar. Para colmo, el micrófono estaba unido al aparato con un cable muy corto de manera que el campo de acción para realizar las entrevistas era realmente limitado.

En la mayoría de los casos el hilo terminaba rompiéndose, con el consiguiente disgusto de todos. Había únicamente dos soluciones al problema: si ocurría al comienzo de la grabación se repetía el rito del hilo, las poleas y el carrete vacío. Si la entrevista o el reportaje estaba ya muy avanzada, se tenían que anudar los dos cabos con sumo cuidado. ¿Han probado en alguna ocasión hacer un nudo con dos trozos de hilo de acero? No les aconsejo que lo intenten.

Ahora sonrío recordando algunas imágenes ciertamente cómicas, de vuelta a los estudios, cuando reproducíamos la grabación. Una vez superado el numerito de la entrevista, nuestro temor se prolongaba hasta el mismo momento de su puesta en antena. No podíamos apartar ni un solo instante la mirada del carrete mientras las manos del técnico estaban sobre el aparato con la misma atención que las de un cirujano en una delicada operación. La tensión se palpaba en el ambiente, allí no hablaba nadie hasta que terminaba sin incidencias la entrevista.

En ocasiones no había tanta suerte y el hilo se partía. Entonces, con una gran pericia, el técnico debía tomar entre sus dedos la punta de uno de los tramos -el que aún pasaba entre los rodillos- y seguir tirando de él, pausada y rítmicamente, ya que si no se mantenía la tensión en el otro carrete, la máquina se paraba automáticamente.

Lo peor de todo esto era si el desastre ocurría al poco tiempo de su emisión, porque el técnico tenía que pasarse diez o quince minutos tirando de un hilo que se iba enredando entre sus pies, que se acumulaba en el suelo, que serpenteaba como una excitada cobra. El colofón lo ponía la desagradable tarea de enrollarlo en el carrete con una paciencia digna del mismísimo Job.

Por eso, cuando el director les decía: “chicos; hoy, grabación”, a los desafortunados que les correspondía el servicio pensaban: “hoy, maldición”. La llegada del magnetofón de cinta fue un alivio, puesto que si se rompía la cinta se pegaba fácilmente con un adhesivo especial. Aún así, esas primeras máquinas no tenían autonomía e iban provistas de un cable y un enchufe para la corriente, lo que impedía la comodidad de las entrevistas.

Mi primera grabadora portátil a pilas me la entregaron a principios de los setenta, pero como las instrucciones venían en alemán tuve que aprender a usarla sobre la marcha, a puro de probatinas. No sabía calcular el tiempo de vida de las baterías y era común que se agotasen, sin previo aviso, a la hora de reproducirlas. Las voces iban adquiriendo un tono grave, cada vez más lento, hasta derivar en unos sonidos cerdunos imposibles de emitir, con las carcajadas de los oyentes y el cabreo del entrevistado ante el ridículo que estaba haciendo en antena. De todas formas, aunque se ha ganado en tecnología, nunca podré olvidar las emociones (y las garrampas) de aquellos viejos magnetofones. ¡Aquello sí que era vivir la radio con toda intensidad!

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