viernes, 1 de julio de 2011

CAPÍTULO X. EL BALLET CASCANUECES

En los nuevos estudios de Marina Moreno la instalación de reproductores de microsurco era perfecta. Ya no se colocaron los de piedra, aunque permaneció como recuerdo durante algunos años uno de ellos, por si acaso se daba la situación extraordinaria de radiar de manera puntual algún concierto todavía no impreso en vinilo. La transición supone un riesgo, sobre todo para quienes no se reciclan con la suficiente rapidez que demanda la radio.
Nunca olvidaré un programa que titulaba «Música de las estrellas» y en el que una vez por semana seleccionaba una obra musical clásica muy popular. Escribía sobre el autor y la pieza, emitiéndola completa. Era un espacio radiofónico sin grandes pretensiones que se emitía sobre las once de la noche, cuando todavía no se veía apenas la televisión en los hogares. Era gratificante pensar que muchos oyentes escuchaban una buena selección musical comentada, sentados tranquilamente en sus sillones. Aquel dichoso día había elegido como tema musical el ballet «Cascanueces». En cinta de bobina grabé algunos comentarios sobre el autor, curiosidades, noticias del día del estreno, su argumento... es decir, complementos que realzaban y ofrecían una visión más completa de la obra que después se iba a emitir.

Poco se imaginaba en la sobremesa de la cena, dispuesto a escuchar el programa para valorarlo como oyente y subsanar los posibles fallos, que tendría que recordar su época de atleta y correr en pocos minutos los mil metros obstáculos, exactamente la distancia que separaba su casa de la radio.

El programa tenía una duración de cuarenta minutos, treinta de ellos del disco, por lo que grabé una cabecera de diez minutos exactamente. Estaba con mi mujer sentado junto al aparato de radio, con la intención de disfrutar ambos de una buena velada musical. La cinta entró sin problemas, mi voz sonaba como si estuviera en directo y me preparé, arrellanado en el sofá, a escuchar con un hormigueo en el estómago la interpretación de «Cascanueces». Creí morir cuando sonó a 45 revoluciones cuando tenía que radiarse a 33, ya que era un LP.

El técnico no se apercibió de la hecatombe, pero los oyentes debieron quedar totalmente sorprendidos por ese comienzo tan original. Lo malo no era la diferente velocidad, que hacía cómica su puesta en antena, sino que el programa iba a terminar por lo menos diez minutos antes. No había nada preparado y el sincronizador, completamente ajeno al problema, no sabría qué hacer con diez minutos de vacío por delante.

Corrí desesperado por las vacías calles mientras los serenos me miraban como si hubiera enloquecido. Llegué en tan solo tres minutos a la puerta de los estudios y subí a saltos las escaleras. Ya en la discoteca, cogí el primer microsurco que encontré a mano y entré como un poseso al control. Allí estaba, tan pancho, el compañero, ajeno al desastre y sorprendido por mi aspecto.

 
Conociendo a mi padre, me imagino la serie de improperios que tenía previsto arrojar sobre el técnico, pero no debió darle tiempo. Según me comentó mientras preparábamos el libro, le miró dulcemente y con cierta gracia le dijo: «Jolín, Paco. Mientras  estaba  oyendo  el disco,  pensaba  en los  pobres bailarines. ¡Deben terminar reventados!»

Tan ingenuo como una mascota, satisfecho por su ocurrente comentario y con una sonrisa de oreja a oreja. Ante esta impensada respuesta, soltó una carcajada que evitó cualquier discusión mientras el disco seguía a toda velocidad. Al llegar a uno de los cortes, pidió perdón a los oyentes y completó el programa en directo con otra obra, pero a 33 revoluciones, muy por debajo de las ciento ochenta pulsaciones de su corazón.

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